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lunes, diciembre 11, 2006

Sinergias (2)


Y me esperaba.
Un "Hola" dio paso a unos titubeantes saludos. Su voz era armoniosa y muy masculina. Cabía el peligro de imaginarlo aún más atractivo de lo que sus post y sus e-mails presagiaban. Su risa era hermosa, ágil su conversación. No nos dijimos nada especial ni nada que no supiéramos ya antes, pero el contacto musical a través de la voz hacía que lo sintiese más cerca. Supuse que a él le pasaba lo mismo.

A partir de ese momento nos llamábamos una vez a la semana con cualquier pretexto. Al cabo de un mes, por razones de trabajo debía trasladarme a su ciudad pero no me había atrevido a decírselo. Temía que me pusiese una excusa para no vernos, que prefiriese seguir con la situación tal y como estaba. Pero ir a su ciudad y no decírselo no tenía sentido, y si luego por lo que fuese llegaba a enterarse, se podía enfardar conmigo. Así, que decidí que en la próxima llamada se lo contaría. Tan pronto lo supo, manifestó sus ganas de que nos conociéramos. Me alagó su actitud y, por supuesto, se disipaba cualquier duda sobre la inexistencia de un vínculo entre nosotros.

Procuraba no hacerme muchas preguntas sobre cómo sería físicamente. Tampoco habíamos traspasado ninguna barrera emocional ni habíamos expresado ningún deseo carnal que precisase ir más allá de las palabras. Al fin y al cabo, lo que me había llamado la atención de él eran sus escritos, ese feeling especial que teníamos, aunque la curiosidad y las ganas de que me gustase eran inevitables.

Por fin llegó el día acordado. Nos veríamos en un bar. El lugar ideal por antonomasia; un sitio concurrido, una conversación entre copas y un puñado de excusas si nos aburríamos. Como suele pasar cuando estamos en una ciudad extraña, no supe medir con exactitud las distancias y llegué un cuarto de hora antes de lo acordado. Esperé no sin un cierto nerviosismo. El juego de no haber querido pasarnos fotos, estaba muy bien pero era un riesgo. Los mintutos pasaban lentamente hasta la hora fijada. Los otros diez que ya señalaba el reloj fueron un infierno. ¿Y si me había visto en la mesa esperándolo y no le había gustado y ya no venía? En ese momento, una sonrisa desde la puerta del bar, desmintió todos mis miedos.

Fue sentarse a mi lado y empezar a hablar, y sus manos y las mías emprendieron el vuelo. Me traía un libro de poemas que había citado alguna vez, Sinestesia, de Guadalupe Elizalde. Repasamos algunas de sus páginas, tejiendo círculos en torno a las palabras. Realmente era un libro hermoso, sus versos recortados en un juego de rayuelas de múltiple interpretación. Una pequeña joya, sin duda.

Pensar que zozobramos en este mismo mar
que condiciona travesías;
irresistible porque nada fue
y no obstante todo pertenece.

Leer y reconocerse, recitar y respirarse. Pasaron dos horas como un suspiro, ese esperable suspiro, hasta que sonó su móvil. Mientras hablaba con quien fuese, me preguntaba qué podía pasar ahora. Apenas sabíamos nada el uno del otro, de nuestras otras vidas que preferí no preguntar durante todo ese tiempo por si acaso las respuestas no eran las que yo quería escuchar. Él tampoco preguntaba. ¿Para qué saber más? Pero ahora, sin el refugio de lo virtual, no era tan sencillo esquivar ciertos senderos. Mientras lo miraba notaba esa frontera difícil que separa nuestra piel de otra piel. Imaginaba el tacto y más aún, esa sensación de acercamiento cuando ni se roza con los dedos pero se intuye ya el calor del otro. Hubiera querido huir de allí mismo, desmaterializarme como en un viejo episodio de Star Trek. No quería que nada deshiciese aquel encantamiento.

Cerró el móvil y me miró sin decir nada. Sus ojos sonreían. Supuse que él mismo experimentaría las mismas dudas que yo y que, por un instante, se resistía a que se escribiera un epílogo que diese en algún momento un paso a que todo acabase como cuando

masticarse el amor como viejos piratas
bucaneros, para después escupirlo;
dicen que así hace menos daño.


Imagen: Just Loomis

sábado, diciembre 09, 2006

Sinergias (1)



Me costó mucho tiempo. Dicen que todo lo que vale la pena no es fácil, aunque no estoy muy segura de que eso sea siempre cierto. De todas maneras, pronto sabría si él era una confirmación o una excepción a esa regla. Llevábamos tanto tiempo bloggeándonos que casi no recordaba en qué momento nos descubrimos ni a través de qué blog común. El caso es que desde el primer momento me llamó la atención. A mí y a muchas más, por supuesto, a tenor de los comentarios que le dejaban en cada uno de sus post muchas otras como yo. Lo complicado era sobresalir de entre ese mar de admiradoras, decir algo que despertase su interés. Cada día releía sus entradas varias veces hasta hallar la palabra precisa, el tono adecuado, para poder contestarle con unas pocas líneas carentes de aparente malicia. Él también me posteaba habitualmente, no con la misma frecuencia que yo, pero sí con unos comentarios intensos, propios de alguien con su ingenio. En el perfil de su blog apenas decía nada de sí mismo, el misterio era, pues, el protagonista absoluto y el mayor acicate para mi curiosidad. En su página ni siquiera ofrecía la posibilidad de un correo a través del cual poder contactar con él lejos de las miradas indiscretas de los demás bloggeros. Eso sí, nos dejábamos pequeñas claves en cada respuesta que parecían tejer una red de complicidades, o así lo quería yo interpretar.

Muchos días nuestros post parecían estar articulados como piezas de una oscura sinergia que nos llevaba a temas comunes y a sensaciones afines en las que podíamos masticarnos mutuamente. Por fin, un día apareció un correo privado con su nombre en mi bandeja de entrada. Había conseguido que él diera el primer paso, evidentemente era el único que podía hacerlo. De esta manera, fuimos enviándonos e-mails hasta que se hizo inevitable el intercambio de los números del móvil.
Al principio no nos atrevimos a llamarnos, sólo pequeños sms comentando los mutuos post, o felicitándonos el año nuevo. Tal vez debía ser yo quien se atreviese a llamarlo, a fin de cuentas él lo había hecho antes con los e-mails. Pero un miedo a que todo tras una voz cambiase aquella situación en la que nos habíamos instalado cómodamente, nos hacía posponer una y otra vez el paso. Por fin, una mañana tras recibir un e-mail suyo a propósito de una noticia sobre Apollinaire, me atreví a enviarle otro correo diciéndole: "te llamo". Aguardé unos minutos y no obtuve respuesta. O bien no había leído el correo o bien me esperaba. Dudé pero tomé la determinación de marcar su número.

(continuará...)