
Y me esperaba.
Un "Hola" dio paso a unos titubeantes saludos. Su voz era armoniosa y muy masculina. Cabía el peligro de imaginarlo aún más atractivo de lo que sus post y sus e-mails presagiaban. Su risa era hermosa, ágil su conversación. No nos dijimos nada especial ni nada que no supiéramos ya antes, pero el contacto musical a través de la voz hacía que lo sintiese más cerca. Supuse que a él le pasaba lo mismo.
A partir de ese momento nos llamábamos una vez a la semana con cualquier pretexto. Al cabo de un mes, por razones de trabajo debía trasladarme a su ciudad pero no me había atrevido a decírselo. Temía que me pusiese una excusa para no vernos, que prefiriese seguir con la situación tal y como estaba. Pero ir a su ciudad y no decírselo no tenía sentido, y si luego por lo que fuese llegaba a enterarse, se podía enfardar conmigo. Así, que decidí que en la próxima llamada se lo contaría. Tan pronto lo supo, manifestó sus ganas de que nos conociéramos. Me alagó su actitud y, por supuesto, se disipaba cualquier duda sobre la inexistencia de un vínculo entre nosotros.
Procuraba no hacerme muchas preguntas sobre cómo sería físicamente. Tampoco habíamos traspasado ninguna barrera emocional ni habíamos expresado ningún deseo carnal que precisase ir más allá de las palabras. Al fin y al cabo, lo que me había llamado la atención de él eran sus escritos, ese feeling especial que teníamos, aunque la curiosidad y las ganas de que me gustase eran inevitables.
Por fin llegó el día acordado. Nos veríamos en un bar. El lugar ideal por antonomasia; un sitio concurrido, una conversación entre copas y un puñado de excusas si nos aburríamos. Como suele pasar cuando estamos en una ciudad extraña, no supe medir con exactitud las distancias y llegué un cuarto de hora antes de lo acordado. Esperé no sin un cierto nerviosismo. El juego de no haber querido pasarnos fotos, estaba muy bien pero era un riesgo. Los mintutos pasaban lentamente hasta la hora fijada. Los otros diez que ya señalaba el reloj fueron un infierno. ¿Y si me había visto en la mesa esperándolo y no le había gustado y ya no venía? En ese momento, una sonrisa desde la puerta del bar, desmintió todos mis miedos.
Fue sentarse a mi lado y empezar a hablar, y sus manos y las mías emprendieron el vuelo. Me traía un libro de poemas que había citado alguna vez, Sinestesia, de Guadalupe Elizalde. Repasamos algunas de sus páginas, tejiendo círculos en torno a las palabras. Realmente era un libro hermoso, sus versos recortados en un juego de rayuelas de múltiple interpretación. Una pequeña joya, sin duda.
Pensar que zozobramos en este mismo mar
que condiciona travesías;
irresistible porque nada fue
y no obstante todo pertenece.
Leer y reconocerse, recitar y respirarse. Pasaron dos horas como un suspiro, ese esperable suspiro, hasta que sonó su móvil. Mientras hablaba con quien fuese, me preguntaba qué podía pasar ahora. Apenas sabíamos nada el uno del otro, de nuestras otras vidas que preferí no preguntar durante todo ese tiempo por si acaso las respuestas no eran las que yo quería escuchar. Él tampoco preguntaba. ¿Para qué saber más? Pero ahora, sin el refugio de lo virtual, no era tan sencillo esquivar ciertos senderos. Mientras lo miraba notaba esa frontera difícil que separa nuestra piel de otra piel. Imaginaba el tacto y más aún, esa sensación de acercamiento cuando ni se roza con los dedos pero se intuye ya el calor del otro. Hubiera querido huir de allí mismo, desmaterializarme como en un viejo episodio de Star Trek. No quería que nada deshiciese aquel encantamiento.
Cerró el móvil y me miró sin decir nada. Sus ojos sonreían. Supuse que él mismo experimentaría las mismas dudas que yo y que, por un instante, se resistía a que se escribiera un epílogo que diese en algún momento un paso a que todo acabase como cuando
masticarse el amor como viejos piratas
bucaneros, para después escupirlo;
dicen que así hace menos daño.
Imagen: Just Loomis